Estaba a punto de poner un tres cuando reparó en que ya había uno en la misma fila. Error. No se podía completar el sudoku, vaya por dios. Disimuló como pudo el disgusto, dejó a un lado la revista y trató de conciliar el sueño, emulando a su anfitrión, pero su sobreexcitada mente no le dejaba: "Yo nací para esto... y para cosas mucho mayores, menudo soy. ¿Me tomaré otro whisky? No, mejor un seltz. Tengo que decírselo, se va a alegrar tanto... ¡Dios, me falta un gemelo! Ah no, falsa alarma. Lo de ir de pesca nunca me ha gustado, pero en fin. Mira esas dos, de cháchara... que no han parado desde que salimos. Tengo que ir al baño. Eso debe de ser Suiza. Mira que es bonita Ginebra... ¡Coño, que me meo!"
Tras la micción, se miró en el espejo y se alisó el cabello. Perfecto. Todo estaba en su sitio, de forma impecable. Pero un estertor de hambre le devolvió súbitamente a su condición de mortal. Salió del aseo con solemnidad. No sabía qué debía de hacerse en estos casos, era tan fácil rebasar la línea de las buenas formas... Una vez más, su proverbial instinto hizo el trabajo, él sólo se dejó llevar y preguntó en voz alta y campechana: "¿Nadie más tiene hambre?"
Su mujer le asaeteó con una mirada recriminatoria, pero la anfitriona echó mano de su enorme don de gentes para aliviar el frío que de repente se había instalado en la pareja. "¡Me comería veinte salmones!" -exclamó entre carcajadas. Se levantó y, sin mediar ceremonia alguna, extrajo de un roperillo unas bandejas de comida y unas copas que repartió entre los viajeros. Risas, frutos secos, salmón con eneldo en frío y Dom Perignon. De postre, marrons glacés. Tras el refrigerio, ya roto definitivamente el hielo, nuestro hombre se lanzó a hablar varias veces más alto de la cuenta. Pero el viejo no se despertaba.
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