La primera vez que fui a Alemania lo hice en autobús, partiendo de la Plaza de la Universidad de Barcelona, una agradable tarde de verano. Era la primera vez que cruzaba los Pirineos para adentrarme en un mundo que yo ya conocía a medias por los libros de mi colegio, pero que seguía siendo un misterio pese a todo lo aprendido.
Había programadas bastantes paradas en el camino hasta el destino final del trayecto: Múnich. Algunas iban a durar más de media hora, para que los viajeros pudiéramos aliviar las necesidades en los baños o en los restaurantes de carretera. A mí la carretera me trastoca la próstata, así que bendije todas y cada una de las paradas. Bueno, bendecirlas, lo que se dice bendecirlas, no todas. Recuerdo perfectamente la vomitiva letrina con cartel de WC en algo parecido a una estación de autobuses en Port Bou. La taza estaba rota y las aguas y olores fecales lo inundaban todo. Aguanté la respiración lo justo para orinar y salí pitando, guardándome las ganas de hacer algo más, porque preferí continuar mi viaje manteniendo la salud. Cada vez que acudía a un lavabo, podía apreciar que estaba más limpio que el que había dejado muchos kilómetros atrás. Fue un verdadero ascenso gradual de los infiernos. Recuerdo que, en Lyon, el suelo de los baños ya se podía pisar, pero las tazas estaban repletas de papel higiénico y desperdicios, como si tirar de la cadena fuera pecado o algo así. En Mulhouse, cerca de la frontera con Alemania, pude por fin hacer uso de un baño completamente limpio a la vista, aunque no así a la nariz. Una vez cruzada la frontera germana, pude por fin recongraciarme con la existencia en un aseo que olía a desinfectante aromatizado y brillaba como dos soles. Sentado en el retrete, que me parecía forrado de diamantes, recordé aquel anuncio del Vim Clorex Verde que nos vendían de niños, en el que te podías comer una manzana en el mismísimo lavabo. Aquí hubiera podido hacerlo, de haber tenido una manzana a mano. Y no había secreto alguno: una señora se encargaba de mantener las instalaciones en un estado prístino. Aguardaba sentada junto a una mesa en la puerta de los aseos a que le dieras la voluntad. Recuerdo haberle dado más de lo que ella sin duda esperaba, pero se lo merecía. Me había hecho sentirme en el cielo. El resto de los baños alemanes que visité siempre estuvieron a la altura. Por públicos o transitados que fuesen, siempre eran un primor. Hoy en día lo siguen siendo. Sentí que en aquel país las cosas funcionaban como tenían que funcionar. O que, por lo menos, sus habitantes tenían clarísimo que hay cosas muy importantes que hay que mantener limpias, porque, si las dejas a su bola, se enguarran solas.
Esta historia tan escatológica e intrascendente es mi principal recuerdo de aquel viaje por carretera. Y pienso en lo que habría sentido de haber nacido en Múnich y si el viaje lo hubiera hecho a la inversa. Conforme me acercaba a mi destino, el pánico iría aumentando a la par que los retortijones y yo me preguntaría, aterrado, a dónde coño iba. Menos mal que esta historia pertenece al pasado, ¿no?
Por cierto, en el fondo, aunque no se lo crean, estoy hablando de política.
¡Que bueno este post Miguelo! No conocia las vicisitudes de este viaje iniciatico...si los lectores pudieran apreciar tus diarios de viaje, con los perfectos dibujos que haces de edificios de la vieja Europa (con lapices de colores o a simple plumilla) fliparían. Yo por lo menos he flipado viendo de pasada alguno...
ResponderEliminarjajaja! Me has traido recuerdos del pasado. Yo estudié un año en Alemania, en Munich también, y recuerdo perfectamente como, después de haber pasado todo un curso fuera despotricando de los alemanes y sus cosas, el avión aterrizó en barajas y fui corriendo al baño ya que el enlace con Gran Canaria era muy justo de tiempo. Todavía tengo en mi retina cuando entré en aquel baño, cerré la puerta, levanté la tapa, miré dentro y pensé: "Dios mío, ya estoy en España"
ResponderEliminarY mira que ha llovido, pero no se me olvida el shock que me llevé, jajajaj.
Saludos!
Son