Lo más aterrador del cielo que nos prometen las religiones es su dimensión de eternidad. La eternidad es un abismo negro, como el manto asfixiante de un mar que lo cubre todo sin solución de continuidad, sin costas a las que arribar para descansar de la cansina travesía. La eternidad es un veneno mortal para la curiosidad, porque aprenderemos que todo llega, que todo entretiene hasta que todo aburre, que todo pasa, que nada tiene sentido, en definitiva. Incluso las personas (almas) más queridas -¡y esto es verdaderamente terrible!- acabarán siendo objeto de nuestro desinterés. La eternidad es el abono perfecto para la más absoluta de las apatías. Cualquier tarea que emprendan nuestras almas, por compleja o ilusionante que sea, tendrá los días contados. Y, al término de la tarea, por muchos milenios que hayan sido empleados, quedará todavía por delante toda la eternidad. Un espanto.
Esto es mucho peor que el mito de Sísifo, porque, en la idea de una eternidad eterna, ni siquiera hay cima para depositar la piedra. Por siempre arrastraremos una existencia más o menos grata, más o menos feliz, más o menos afortunada que acabará siendo inhumana más tarde o más temprano. Y no habría diferencia alguna, si la existencia fuera la más feliz, la más grata o la más afortunada. Sería igualmente inhumana. Es el horror. El mismo infierno.
La simple idea de que una persona pueda encontrar acomodo en un tiempo infinito es absurda. Qué más da cómo sea el lugar donde todo esto ha de acontecer. Por idílico que sea, será el escenario del terror. No sé si me entienden.
"No te entendemos. Nosotros sí somos felices." - le respondió al unísono un coro de diez millones de almas que se habían acercado por curiosidad en cuanto escucharon sus quejas y lamentaciones. Hacía tanto que ningún alma recién arribada había hecho algo así...
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