Nuestra escena celestial de hoy comenzó en la Tierra, muchos años antes. Sesenta y tres años antes, para ser precisos. Colin y Chloé se amaban intensamente cuando a Chloé le detectaron un cáncer en un pulmón. Un nenúfar, le llamaron. Chloé no superó el crecimiento de su flor de agua dulce y murió, dejando a Colin desconsolado y encerrado en su libro para siempre. Bueno, para siempre no. Hoy he decidido que, dado el tiempo transcurrido, es bastante aceptable y hasta lógico pensar que Colin acaba de partir hacia el cielo y que allí hace su entrada, en formato alma, expectante e ilusionado ante la idea de volver a ver a Chloé sesenta y tres años después. El encuentro no se hace esperar y aquí tenemos a los dos espíritus frente a frente: el de una chica muerta en la flor de la vida y el de un anciano que ha vivido lo suficiente como para conocer los sinsabores de la existencia. Se observan, se auscultan en silencio, se fusionan en un abrazo -algo parecido a una mezcla de gases en un espacio cerrado y a temperatura constante-, se separan y se vuelven a fundir.
El impulso natural -porque él la siguió anhelando todos y cada uno de sus días en la Tierra y porque ella lo adoraba igual que en el momento de morir- fue el de seguir amándose como si el tiempo no hubiera pasado, pero no fue posible. Ella conservaba intacta su alma juvenil. La de él era la de un viejo acabado. La inocencia de ella se le contagiaba a ratos, pero acababa por revelársele demasiado ligera y naíf. Chloé, a su vez, no soportaba el sentido trágico de la existencia que Colin tenía grabado a fuego y que siempre acababa por salir a flote. Más de mil veces le rogó que abandonara su vejez y que recuperara su alma de joven, para que todo volviera a ser como antes. Él lo hizo mil veces, pero sentía que dejaba de ser él. No podía. Le hubiera pedido a ella que hiciera por madurar y acercársele, pero sabía que eso también era imposible. Llegó el temido extrañamiento. Sesenta y tres años transcurridos en la Tierra entre ambas muertes habían dado lugar a dos almas irreconciliables que empezaron a odiarse al cabo de algunas centurias, para terminar distanciándose y no queriendo saber nada de la otra al cabo de los milenios. Y así, de esa forma tan displicente, casi como quien ve deshacerse la espuma, el Cielo fue testigo de una nueva crónica del desamor. Por delante quedaba toda la eternidad.
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