- Veo que llevas calcetines blancos. Lo siento pero no se puede pasar.
- ¿Cómo que no se puede pasar? Tengo todo el derecho del mundo a entrar.
- Las órdenes son claras. No pasas... ¿Cómo? - pregunta el portero enchaquetado al aire mientras presiona con el índice un chicharito que lleva en el oído. Con sonido de frecuencia telefónica, escucha la voz del Jefe, en persona, que le dice:
- ¡Déjale pasar, Pedro! ¿No ves que es Michael Jackson?
- Has tenido suerte. El Jefe me ha dicho que pases.
La verja dorada se abre de par en par y Michael entra muy chulillo por el pasillo de nubes, ajustándose el sombrero. A su paso, las baldosas del suelo se iluminan.
- Pero no pienso quitarte la vista de encima, ¿me oyes? Te estoy vigilando, Jackson. ¡Siempre vigilo!
Michael camina y camina por un paisaje nublado y yermo, encendiendo más y más baldosas sin querer. Mientras esto sucede, van apareciendo puntitos negros por todo el horizonte, que se agrandan conforme se le acercan. Cuando se quiere dar cuenta, una multitud de almas se ha arremolinado a su paso. Le han reconocido. Desde las más altas alturas desciende raudo un ejército de ángeles para verle de cerca. Poco a poco, el germen de un murmullo casi imperceptible va cogiendo forma y aumentando de volumen hasta convertirse en un estruendo de vítores, aplausos y silbidos. Cada alma y cada ángel habla en su idioma particular, pero, como ya es habitual en este lugar, se entienden perfectamente y el grito es uno sólo: ¡Haz el Moonwalk, haz el Moonwalk, haz el Moonwalk!
Y lo hizo. Vaya si lo hizo. Griterío ensordecedor. Los más viejos del lugar recordaban haber visto algo parecido cuando llegó Robin Hood y se puso a disparar flechas como un poseso, pero entonces todavía había muy pocas almas en el cielo. Nada que ver con esta vorágine de multitudes desarretadas. La cosa se estaba saliendo de madre, obviamente. Se trataba de una idolatración en toda regla y había que hacer algo y pronto. Dios no se anduvo con chiquitas y transformó sobre la marcha aquel espíritu bailón en una llama iridiscente de amor y paz que permaneció inmóvil y apenas titilante a partir de entonces y para siempre jamás. Para qué fue aquello. La gente casi se le echa encima. Allí se dijo de todo. Menos mal que era Dios y no tardó en hacerse con el control de la situación. San Pedro llegó al cabo, cogió los calcetines blancos junto al resto de ropajes que yacían inertes en el suelo, observó durante algunos segundos la llamita que se estremecía delicadamente en el éter sin hacer ruido ni molestar a nadie, y, sin decir una palabra, se dio media vuelta para dirigirse con paso cansino hacia la entrada de aquel antro de perdición, a continuar con su labor de siglos, como si nada de esto hubiera pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se permite la entrada, cómo no, a todas las ideas.
Se prohíbe la entrada, cómo no, a cualquier insulto.