- Hola, mami.
- Hola, Mi. Estoy aquí. No sufras más.
- Te he echado tanto de menos. ¿Por qué te moriste así, sin avisar? Me dejaste muy solo.
- No pude evitarlo. Me falló el corazón. No me cuidaba, ya sabes.
- Pero podías haber evitado la luz del túnel y regresar conmigo.
- No pude.
- ¿Por qué? Yo no le haría a mi hija lo que tú me hiciste. Yo trataría de volver a su lado por todos los medios.
- Lo intenté, pero no pude, créeme.
El profundo abrazo de almas, que había comenzado antes de la primera línea de este texto, se prolongó por meses, años, siglos, milenios, eras, eones. Una vez transcurrido este tiempo, ambas entidades inmateriales decidieron que ya era hora de dedicarse a otros menesteres. Se produjo la gradual separación de los dos y sobrevino una conversación basada fundamentalmente en cuestionamientos y reproches que en modo alguno había sido planeada por el Sumo Hacedor. Se suponía que las almas debían dejarse llevar por la felicidad eterna y no polemizar sobre temas mundanos. Se suponía que debía bastarles con la contemplación de Dios durante toda la eternidad. Pero había tanto de qué hablar, tantas cosas que habían sucedido desde la muerte de ella, tantos asuntos pendientes...
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