Ayer vi en un documental la situación de algunas empresas argentinas tomadas por los obreros y gestionadas por ellos mismos, en régimen de cooperativa. Empresas textiles, de transportes y del metal que avisaban del cierre definitivo pocas horas antes de cerrar (porque al patrón le convenía, porque no le rendían lo suficiente o porque el chorro de subvenciones estatales se cerraba de golpe y porrazo después del famoso corralito). Un cierre que dejaba a muchísimos trabajadores sin salida alguna, salvo ver desde el exterior de la verja cómo las instalaciones en las que habían desempeñado sus labores se degradaban con el paso del tiempo por falta de uso. Aunque ustedes no lo crean, no hace falta ser registrador de la propiedad ni señorito de casino para hacer uso adecuado del sentido común. Y el sentido común le dijo a toda esta gente que había que hacerse con el control de las fábricas y las empresas y trabajar todos a una. Y lo hicieron, apretándose el cinturón durante muchos meses, porque en ello les iba el futuro y a más de uno la vida: decidieron entre todos los sueldos de cada cual, decidieron los precios de salida de los productos, hicieron balances de ganancias y costes de producción, se hicieron empresarios y reflotaron los negocios que los amos habían dado por finiquitados. Las vetustas máquinas, salvadas por los obreros del saqueo de sus antiguos dueños, funcionan ahora en una cultura del trabajo distinta a las experiencias anteriores: la autogestión sostenida por la igualdad y la solidaridad entre trabajadores. Sin patrones y sin sus correspondientes sueldos millonarios. Y lo mejor de todo es que nada de esto se hizo por seguir una ideología determinada, sino por simple cuestión de supervivencia y por sentido común.
En el documental apareció también uno de esos antiguos propietarios de fábricas reclamando la suya -que los trabajadores habían vuelto rentable-, desde un despacho lujoso de banquero dickensiano. El periodista le preguntó si le parecía justo reclamar algo que él mismo había dejado morir. El empresario decía que sí, que la fábrica le pertenecía, que suya había sido la idea original y que suya igualmente había sido la inversión que la puso en pie. Presumía que el derecho sagrado a la propiedad estaba por encima de todo lo demás y que, como consecuencia de eso, la fábrica sería desalojada y él recuperaría las llaves y el control.
Se puede ser el propietario de una casa o de un coche, ahí no hay problema. Pero si hablamos de fábricas en las que el trabajo y el sustento de toda una comunidad están involucrados y cuyo valor real radica en la existencia de esa comunidad de trabajadores, ¿puede alguien en conciencia declararse su dueño absoluto? ¿es justo que las leyes consagren el derecho a ese tipo de propiedad individualista? No me lo parece. Ahí hay materia de trabajo legislativo para el futuro. Mientras tanto, bien por los trabajadores argentinos de Zanón, La Forja, Brukman y el movimiento Fábricas Ocupadas. La razón está de su lado. Y la justicia también. A lo que no había derecho era a lo otro.
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