martes, 5 de enero de 2010

La hostia del presidente


Hay que tratar de ponerse en la piel de José Bono -o, mejor, en su cabeza- para hacerse uno idea de la incómoda procesión que este hombre debe de estar llevando por dentro desde que estampó su rúbrica en la aprobación de la popularmente llamada Ley del Aborto. Él afirma tener la conciencia tranquila, una vez desgranados los motivos y atenuantes que le han facilitado la labor, pero Rouco vuelve a salirle con que no y no y no, que el que vota a favor de esa ley lo hace en contra de la "recta razón" (sic). Bono se defiende, diciendo que él prefiere sentirse más cerca de Jesucristo que de la jerarquía de una Iglesia Católica que jamás amenazó con excomulgar a dictadores como Pinochet o Franco. Ole, ole y ole.

Los sacramentos son patrimonio de esa misma iglesia, pero él dice que se siente legitimado para comulgar pese a todo, y lo dice con la contundencia y determinación del que está resuelto a hacerlo frente a viento y marea, caiga quien caiga, porque en ello le va la vida eterna. Así que la pelota de tenis está a punto de caer a uno u otro lado de la red: ¿Comulgará o no comulgará Bono? ¿Adoptará su párroco la objeción de conciencia y le denegará la hostia o sucumbirá in extremis a la piedad cristiana para administrarle la sagrada oblea? Y lo más importante de todo: ¿podrá sobrellevar Bono medianamente bien los días que faltan para la comunión, con la incertidumbre de si sí o si no? No quisiera yo estar en la piel -o, peor, en la atormentada cabeza- del actual presidente de las Cortes Generales de nuestro estado democrático y aconfesional.

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