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Llegó con todas sus esperanzas puestas en una existencia mejor. El mayor de los placeres terrenales, le habían asegurado, no era nada comparado con la gloria de contemplar al Señor. Le impresionó la absoluta blancura que lo envolvía todo. Al cabo, se asustó en cuanto comprendió que, como no tenía cuerpo ni ojos, la blancura que lo envolvía todo era una especie de ceguera. Lo mismo le ocurrió con los sonidos, los olores y los sabores. No había nada que tocar. Y aunque lo hubiera, no podría tocarlo. Como no había nada de nada, con el paso de los siglos fue poco a poco aceptando que esa blancura que todo lo envolvía tenía por fuerza que ser el Señor. De esa forma, su pobre alma acabó convenciéndose de que estaba en la más absoluta de las glorias. Mejor para ella, aún tenía toda la eternidad por delante. Una eternidad en la que nunca pasaría nada. Nada. Nada. Nada.
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