sábado, 27 de marzo de 2010

Escenas Celestiales XLIX


Abrió muy lentamente los ojos y se quedó mirando un buen rato todo cuanto había a su alrededor. Estaba en su habitación de siempre, pero ahora sentía el peso de su cabeza sobre una almohada mullida. Sintió el mismo estertor de jugos gástricos de todas las mañanas, pero esta vez iba acompañado de un delicioso aroma a pan caliente y café con leche. Nada más destaparse, se dio cuenta de que su habitación era cálida y seca, sin goteras ni rastro de humedades. Las sábanas -no recordaba haber dormido nunca con sábanas- eran de lino pesado y fresco. El suelo tampoco era terroso, sino sólido y cubierto de esterillas. Se sorprendió al encontrarse con unas zapatillas esperándola al pie de la cama. Desayunó poco a poco y sin calzarse, saboreando el pan con mantequilla que sólo conocía de sus sueños. Se asomó a la ventana y contempló el mismo paisaje de siempre, pero ahora los tejados de la ciudad relucían y una fragancia de azahar impregnaba todo el ambiente. Sus seres queridos aparecieron para saludarle y darle besos en la frente. Bostezó y se volvió a acostar, para seguir disfrutando del descanso. Se durmió con una sonrisa en el rostro. Era feliz.

Al cabo se repitió toda la escena, aunque ella no recordaba haberla vivido antes, y así una y otra vez, y otra, y otra... Dios había escuchado sus plegarias y le había regalado una eternidad de despertares en los que nunca sentiría la angustia de pasar hambre o de ponerse enferma. Desde su nacimiento había pertenecido a la casta de los intocables, pero eso ya no importaba. Algunos de los médicos que estudiaban su caso dieron en llamarlo Coma Profundo o algo así, ¡qué sabran ellos! Lo cierto es que ella, a sus ochenta años, estaba ya en el cielo.

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