viernes, 10 de abril de 2009

Discriminación legal


Lo más importante que se le puede enseñar a alguien sobre el sentido de la justicia es que lo justo no depende de nuestra condición particular. Está por encima de ella.

Si soy un hombre afgano, por ejemplo, me puede parecer estupendo que haya leyes que prohíban a mi mujer salir de casa sin mi permiso. El 70% de los afganos puede estar de acuerdo conmigo, pero esto no significa que esas leyes sean justas. Puedo ser una mujer alemana de los años 30 del pasado siglo y pensar que son justas las leyes que permiten encerrar a los judíos en un gueto. Todo el pueblo alemán piensa lo mismo que Frau Schmidt y el pueblo alemán es grande, pero esto en modo alguno significa que se esté actuando con justicia. En otra realidad paralela, soy hombre español de recto proceder y me desagradan profundamente los homosexuales. ¿Cómo iba yo a consentir que esos enfermos establecieran lazos como el que yo mantengo con mi mujer? Hay que crear una ley que por lo menos diga que eso no se llama matrimonio, por dios.

Ni las mujeres afganas ni los judíos, ni los homosexuales entenderían que esas leyes les equiparan a los demás. En lugar de eso, les tratan de forma discriminatoria. Son malas leyes. Leyes contrarias a Derecho.

No podemos mejorar el mundo si nos obstinamos en mantener distinciones entre los seres humanos,
como hace el decimosexto Benedicto. La convivencia civilizada exige en nosotros un esfuerzo mental de empatía, de tratar de ponerse en la piel del otro o de la otra, sea cual sea su condición. Al menos las leyes deberían atenerse a esta pauta y tener como objetivo esencial su aplicabilidad universal. Legislar contra alguien o contra cualquier grupo humano concreto es traicionar a la humanidad. Es defraudarnos a nosotros mismos. Por eso, instaurar líneas de transportes específicas para inmigrantes es fascismo. Que tenga lugar precisamente en la Italia que abraza al Estado Vaticano es algo que clama al cielo. O no.


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