Y ahí tenías, en cola, a los pobres, a los mansos, a los que lloran, a los que tienen hambre de sed y justicia, a los misericordiosos (¡qué palabro, misericordiosos!), a los limpios de corazón, a los pacíficos, a los perseguidos por causa de la justicia y a los insultados y calumniados por creer en Jesús. La cola era impresionante y las almas hispanas eran la abrumadora mayoría (cinco siglos de colonialismo católico dan para mucho). Todas aguardando pacientemente (una actitud aprendida, a fuego, en vida) su momento de reclamar el cumplimiento de las Bienaventuranzas y de recibir el justo premio que su dios les tenía reservado. Alguna que otra, a ratos desconfiada, buscaba a su alrededor y sin éxito el espectáculo de algún rico pretendiendo pasar por el ojo de una aguja.
De una en una y conforme se plantaban ante su Hacedor, el ansiado regalo les era dado: a partir de ese momento, aquel lugar era todo suyo y con esa noticia alcanzaban la plena y eterna felicidad. Nadie parecía caer en la cuenta de que algo que es de todos no es de nadie en concreto, pero hay que ver lo que es capaz de conjurar un título de propiedad en mano, en aquellos que nunca tuvieron nada.
Los ricos, mientras tanto, prescindían sin problema alguno de ese paraíso comunitario repleto de chusma, decantándose por otros, más privativos y, sobre todo, mucho más fiscales. Y dios, como buen católico, consintiéndolo.
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