Obviamente, cabía esperar que aquella alma no fuera igual a las demás. Y Dios, que está en todo y no se le escapa una, ya venía adelantándose a la jugada: un tipo que en vida había sido capaz de congregar a una legión de mitómanos enfebrecidos, dispuestos a gastarse sus dineros en cachivaches y manzanas de colores, era un alma potencialmente peligrosa. Se trataba de bajarle los humos nada más llegar y dejarle las cosas claras: "Mira, chaval, aquí no vas a tener cachivaches para engatusar a mi rebaño y tampoco se te va a permitir dar charlas ni discursitos de motivación o autoestima. Eso me compete sólo a mí, ¿entendido?"
Por supuesto que entendido, el Steve no era tonto y vagó y vagó, pasando desapercibido, durante muchísimo tiempo. Entre las almas había muchos maqueros que hubieran cruzado el cielo entero un millón de veces sólo para intercambiar algunas gratas palabras con él, pero esto a Steve le estaba totalmente vedado. Habrá que pensar que con esa existencia tan anodina fue feliz -porque de eso se trata en el Cielo, ¿no?- y que el hecho de no poder intervenir en el orden de las cosas no le importaba lo más mínimo.
Pero no fue así por toda la Eternidad, ni muchísimo menos. Llegado un momento especialmente crítico en la Tierra, Dios hizo uso de las conocidas dotes de mercadotecnia de Jobs. El resultado fue la reconversión de todas las iglesias y de sus mensajes. Continente y contenido vivieron una revolución sin precedentes. Todo el mundo, ahora sí, quería ser creyente. Por primera vez desde la época de los romanos, ser creyente era... ¡cool!
Y a Steve Jobs, en justa correspondencia ante tamaño auge de la fe mundial, le fue otorgado el derecho a sentarse junto a Dios Padre Todopoderoso. En el lado que quedaba libre, claro. Y ahí sigue.
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