sábado, 25 de junio de 2011

Escenas Celestiales CXV


Era sólo cuestión de tiempo que el teniente Colombo hiciera acto de presencia en aquel lugar. No porque allí se hubiera cometido algún crimen, sino por simple ley de vida. La pregunta era si aparecería con su raída gabardina, con su ojo de cristal y con su aspecto desaliñado... o no. Normalmente, las almas llegaban en su esencia, prescindiendo de cualquier encaje material, lo que las hacía prácticamente impersonales e irreconocibles a ojos de las demás, pero Colombo era Colombo y hay estelas -como bien sabemos los humanos y las galaxias- casi imposibles de apagar, de ahí el interrogante.

Y cabe suponer que sí, que por aquella puerta dorada se vió entrar a una silueta de paso cansino y poblada cabellera, flanqueada por ángeles vestidos de negro, con un puro en la mano y una omnipresente esposa condicionando cada uno de sus movimientos, aunque nadie la hubiera visto nunca. Cabe suponer que hablaba y que lo hacía con voz ronca y con la cabeza inclinada, apuntando en una libretita todo lo que... ¡Espera! ¿Y la libreta?

La libreta y el bolígrafo no habían pasado la aduana del tal San Pedro. Confiscadas. Esas herramientas le hubieran servido para desentrañar los misterios de la existencia y arrinconar a Dios con incómodas preguntas -como, por ejemplo, dónde se hallaba la mañana en que tuvo lugar el terremoto de Haití-, y no parar hasta esclarecer la autoría de tantas y tantas hijoputeces acaecidas a mujeres y hombres inocentes desde el comienzo de los tiempos. Así que nada de libretitas. Colombo sí, con gabardina y todo, pero desarmado. Dios, al fin y al cabo, no es tonto.

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