La capital alemana no está preparada para el calor. En absoluto. Sólo los centros comerciales más modernos cuentan con aire acondicionado. Algunos medios de transporte también, pero se da la circunstancia de que muchas veces el conductor parece confundir el botón rojo con el azul y activa la calefacción a lo Jack El Destripador, lo que me ha permitido constatar que el berlinés medio tiene una capacidad de aguante fuera de lo común, así como un amor exacerbado por las altas temperaturas... y que además es totalmente ajeno a lo que significa un golpe de calor y al peligro que conlleva.
El cuerpo de bomberos de Prenzlauer Berg decidió, durante un día de 38º C, darle sentido a sus ratos de asueto en espera de alguna catástrofe -que nunca sucedió- y sacar dos mangueras a la calle. Agua helada del subsuelo, expulsada a más de cinco plantas de altura y lloviendo sobre la gente que, agradecida y muerta de risa, permanecía vestida y empapada con el mayor de los gustos. Los niños corrían desnudos sobre el asfalto. Los ciclistas ralentizaban su pedaleo para mojarse hasta los tuétanos. Los propios bomberos se regaban unos a otros. La calle completa era una fiesta que duró desde las doce del mediodía hasta las ocho de la tarde. Cuando finalmente se cerraron las llaves del agua, el barrio entero aplaudía a los abnegados servidores públicos que, a modo de actores teatrales, saludaban el agasajo del público con una respetuosa reverencia.
Yo acababa de aterrizar en esta ciudad y todo esto que les cuento me cogió por sorpresa. Ahí estaba Berlín, encandilándome una vez más, queriendo hacerme suyo y sólo suyo y de ninguna otra ciudad del mundo. Berlín, queriendo enamorarme. Como si hiciera falta...
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