Un terrible accidente de avión se salda con la muerte de todo el pasaje y la tripulación. Entre los hierros retorcidos y chamuscados, un ejército de ángeles se afana por extraer de los restos esparcidos las almas de los fallecidos. La tarea es ardua. La mayor parte de las almas se encuentran aún en estado de shock y no se dejan gobernar con facilidad. Reina la confusión. Cuando llega la partida de rescate con sus camiones de bomberos y ambulancias, los ángeles aún no han terminado su labor. Suerte que son invisibles e inmateriales. Ni las sirenas ni el apresurado ir y venir de los camilleros les estorban lo más mínimo. Aún así, se ve que la cosa irá para largo. Extraer los cachitos de alma de los cachitos de cuerpos carbonizados y reunirlos en el alma única que tenía cada uno es algo que ni el mejor forense podría hacer. Además, hay que separar las almas destinadas al cielo de las que deberán pasar la eternidad en el infierno o en algún sitio peor. En estos momentos, nada disgustaría más al Jefe que un error en la identificación de las almas, por ligero que fuese.
Un ángel recién ascendido no lograba disimular su inseguridad.
- ¿Como sé que este cachito va con este otro? - preguntó, angustiado.
- ¡Déjate llevar por tu instinto, que para eso eres un ángel? - le respondió uno que llevaba algo más de tiempo en el cargo.
- ¿Así de sencillo? - preguntó, muy sorprendido.
- Así de sencillo - le contestó con una sonrisa, mientras moldeaba una albóndiga con tres cachitos de alma. - ¿Ves? Está trillado.
- Querrás decir que está tirado.
- Tú déjame. Yo sé lo que me digo.
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