Llegaban de todas partes. Unos venían de Kuala Lumpur y otros de Washington, de Tegucigalpa, de Antananarivo, de Burkina Fasso y hasta de Berlín. Todos tenían en común ser cristianos y pertenecer a la especie humana con todo lo que ello conlleva, pero poco más. Culturalmente hablando, compartían muy pocas cosas, empezando por el idioma y teminando por la idiosincrasia: diferían unos de otros como las notas de un piano o, mejor aún, como todos los pianos entre sí. Los había de acabados lujosos y muy brillantes, mientras otros mostraban unos marfiles muy amarilleados por el tiempo y astillados por las penurias. Unos estaban más afinados y los otros apenas podían interpretar melodías reconocibles, tanta había sido la desgracia en sus vidas. Todos aguardaban la aplicación de las Bienaventuranzas, aquéllas que dicen que los más miserables serán recompensados en mayor medida que los afortunados. Y así vemos a toda esa colección de pianos inquieta ante el veredicto inminente. Los Steinway & Sons están temblando, pero también hay muchos pianos de pared desvencijados que sonrien animados por no se sabe bien qué tipo de esperanza. Ninguno de ellos (y en eso coinciden todos) ha llegado a la pregunta fundamental: ¿sabrá Dios tocar el piano? o, lo que es más inquietante aún, ¿le interesará para algo la música?
A Javier Ortiz, algún tiempo después
Hace 1 año
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