Esta escena celestial transcurre mucho antes de que las almas de los hombres llegaran al Cielo o de que Darwin acabara con sus huesos en el Infierno. Pero que mucho, muchísimo antes. De hecho, lo que aquí se cuenta debió ocurrir hace unos 65 millones de años, más o menos. Dios, que llevaba unos 4.500 millones de años allí, después de haber creado la luz y el universo, decide un buen día que ha llegado la hora de intervenir en el devenir de las cosas, para seguir con su plan primordial, que no es otro que gestar una criatura a su imagen y semejanza. La Tierra es por ese entonces un planeta repleto de vida y verdor, pero los saurios son los jefes de todo y los mamíferos más grandes que se pueden encontrar apenas pesan 15 kilos y son más o menos del tamaño de un balón de fútbol. Además, la situación lleva siendo la misma desde hace muchos millones de años. Dios ve claramente que, a ese paso, jamás va a surgir un ser, con su metro ochenta de estatura, que pueda acabar hablando y rezándole. Así no. Qué va. Imposible.
Pues ahí tenemos la escena: el inmenso Cielo y, en él, como único habitante, a Dios, que no tarda ni una micronésima de segundo en dar con la solución en forma de asteroide, como si lo tuviera planeado desde tiempo inmemorial. Toma el kilométrico pedrusco en su mano, apunta a lo que hoy es la península de Yucatán -tenía que ser precisamente ahí- y da en la diana. Los dinosaurios mueren. La atmósfera se vuelve opaca por las cenizas de la explosión. Sobre la faz de la Tierra, sólo las alimañas que alcanzan a guarecerse en las pequeñas madrigueras sobreviven. Dios contempla la escena con regocijo. Todo ha salido según lo previsto. La cámara se aleja (zoom out), con Dios sentado sobre una alfombra de nubes de luz iridiscente. Fin de la escena.
Millones de años más tarde, algunas de esas criaturas construirán ciudades en torno a templos e iglesias y serán capaces de rezar a su Creador y hasta de morir o matar por Él. Algunas de ellas, incluso, sobrepasarán el metro ochenta.
Hoy sabemos que, gracias a ese pequeño, humilde y generoso gesto del Sumo Hacedor, en forma de meteorito, estamos aquí y somos mucho más grandes que un balón de fútbol. Recémosle pues, sin más dilación, porque sólo a Él se le podría haber ocurrido una línea de evolución tan brillantemente diseñada. Recémosle, en definitiva, por cómo se lo ha currado.
Pues ahí tenemos la escena: el inmenso Cielo y, en él, como único habitante, a Dios, que no tarda ni una micronésima de segundo en dar con la solución en forma de asteroide, como si lo tuviera planeado desde tiempo inmemorial. Toma el kilométrico pedrusco en su mano, apunta a lo que hoy es la península de Yucatán -tenía que ser precisamente ahí- y da en la diana. Los dinosaurios mueren. La atmósfera se vuelve opaca por las cenizas de la explosión. Sobre la faz de la Tierra, sólo las alimañas que alcanzan a guarecerse en las pequeñas madrigueras sobreviven. Dios contempla la escena con regocijo. Todo ha salido según lo previsto. La cámara se aleja (zoom out), con Dios sentado sobre una alfombra de nubes de luz iridiscente. Fin de la escena.
Millones de años más tarde, algunas de esas criaturas construirán ciudades en torno a templos e iglesias y serán capaces de rezar a su Creador y hasta de morir o matar por Él. Algunas de ellas, incluso, sobrepasarán el metro ochenta.
Hoy sabemos que, gracias a ese pequeño, humilde y generoso gesto del Sumo Hacedor, en forma de meteorito, estamos aquí y somos mucho más grandes que un balón de fútbol. Recémosle pues, sin más dilación, porque sólo a Él se le podría haber ocurrido una línea de evolución tan brillantemente diseñada. Recémosle, en definitiva, por cómo se lo ha currado.
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