Existe una tienda donde, mezclando ingredientes y cacaos a voluntad, tú mismo te puedes preparar tu propia tableta de chocolate en unos pocos minutos y esto, para un teobrominómano declarado como yo, no es poca cosa. Sin embargo, será cuestión de dejarlo para otro día, me digo, porque hoy hay fiesta popular en toda la ciudad y la cita es inexcusable: un marathon en el que participan más de 40.000 corredores. Acompañamos a varios atletas de la cabeza de la carrera en su paso por la Puerta de Brandemburgo. Después de disfrutar como un enano más de una hora junto a la meta, viendo llegar gentes y más gentes, decides que ya es hora de regresar a casa, pero hay mucho ambiente en todas partes y el aire frío invita al paseo, así que te pones a caminar sin rumbo fijo.
Si de repente te pilla un aguacero en plena calle, no hay que deseperar. No en Berlín. A lo mejor tienes la suerte de escuchar melodías provenientes de unas pequeñas ventanas a ras del suelo que hay junto a los tubos que sirven para aparcar las bicicletas. Entonces, sólo tienes que seguir la original secuencia de ventanas musicales, para llegar a la entrada un edificio repleto de columnas de granito que te invita a pasar, aunque su portón de cristal parezca cerrado. Empujas la pesada hoja, te deshaces del chubasquero y ya estás en el Museo de la Comunicación. A esas alturas, estás tan extasiado contemplando el magnífico interior decimonónico neo-barroco decorado con neones azules que apenas puedes darte cuenta de que un robot se te ha acercado y te está dando la bienvenida. Un auténtico robot de protocolo, un híbrido entre C3PO y R2D2 verdadermente encantador. Yo nunca había tenido el placer de ser recibido en ningún sitio por un robot -paleto que es uno- y he de reconocer que me sentí sobrecogido. Durante una hora y media, viajamos por el tiempo y el espacio, recorriendo la historia de las comunicaciones entre los hombres mediante juegos y experimentos y nos reservamos, como ráfaga final, la visita a la Cámara del Tesoro (Schatzkammer) que hay en el subsuelo. Lo que allí se guarda, además de tener seguramente un valor incalculable, es algo que no se encuentra en ningún otro lugar del mundo ni del universo. No voy a decirles lo que es, por supuesto. Tendrá que descubrirlo cada uno. Es otro de los grandes secretos que atesora esta ciudad.
Si de repente te pilla un aguacero en plena calle, no hay que deseperar. No en Berlín. A lo mejor tienes la suerte de escuchar melodías provenientes de unas pequeñas ventanas a ras del suelo que hay junto a los tubos que sirven para aparcar las bicicletas. Entonces, sólo tienes que seguir la original secuencia de ventanas musicales, para llegar a la entrada un edificio repleto de columnas de granito que te invita a pasar, aunque su portón de cristal parezca cerrado. Empujas la pesada hoja, te deshaces del chubasquero y ya estás en el Museo de la Comunicación. A esas alturas, estás tan extasiado contemplando el magnífico interior decimonónico neo-barroco decorado con neones azules que apenas puedes darte cuenta de que un robot se te ha acercado y te está dando la bienvenida. Un auténtico robot de protocolo, un híbrido entre C3PO y R2D2 verdadermente encantador. Yo nunca había tenido el placer de ser recibido en ningún sitio por un robot -paleto que es uno- y he de reconocer que me sentí sobrecogido. Durante una hora y media, viajamos por el tiempo y el espacio, recorriendo la historia de las comunicaciones entre los hombres mediante juegos y experimentos y nos reservamos, como ráfaga final, la visita a la Cámara del Tesoro (Schatzkammer) que hay en el subsuelo. Lo que allí se guarda, además de tener seguramente un valor incalculable, es algo que no se encuentra en ningún otro lugar del mundo ni del universo. No voy a decirles lo que es, por supuesto. Tendrá que descubrirlo cada uno. Es otro de los grandes secretos que atesora esta ciudad.
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