Nada más llegar, preguntó por dónde quedaba la playa. No había playa, le dijeron. De hecho, no podía haberla, el agua y la arena no eran cosas que abundaran por allí. Y aquella alma -que en vida había sido un pescador completamente feliz y ninguna otra cosa- lloró y lloró y lloró por los siglos de los siglos amén.
Y jamás hubo consuelo posible. Si no fuera porque las lágrimas de las almas no tienen sustancia, ahora mismo no estaríamos hablando de Cielo, sino de Mar.
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