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Hay que ponerse serios, tremendamente serios, e imaginarse ese día, ese tremendo día en que llegó al Cielo la primera alma humana. Traten de imaginar esas puertas girando por vez primera en torno a los goznes; la ignición de esa luz iridiscente al final del túnel, que ya nunca se apagará; la adecuación última del observatorio desde el cual se podrá contemplar la Gloria Divina por los siglos de los siglos... Todo rematadamente brillante y níveo, sin previo uso, como un coche recién salido del concesionario. Traten de imaginar a ese Dios regocijado, ultimando los preparativos para que nada falte, con el celo de que sólo un Dios es capaz. Hoy, cada día, las almas desembarcan por miles, por lo que ya se ha convertido en un proceso rutinario, pero entonces, con todo por estrenar, debió de ser algo realmente excepcional. Dios nunca había hecho las veces de anfitrión. Millones de años existiendo en la más absoluta y dulce soledad, sin verse necesitado de hacer cambio alguno en ese entorno, hasta el mismo instante en que debió hacerle 'hueco' a otro ente distinto a Él. Para su suerte, Él era Dios y sabía perfectamente lo que debía hacer, pero esa primera alma debió de sentirse intimidada ante tanta magnificencia y, a la vez, horrorizada, al ver que állí sólo estaban ella y el Ser Supremo. ¡Qué situación tan incómoda, un alma y un Dios, solos! Desde el primer instante, la relación establecida fue la sumisión más absoluta por parte del alma. No había nadie con quien compartir un mismo origen, una misma naturaleza (y eso, en cierta forma, la equiparaba a Dios). Esa primera alma seguramente bendijo -y lloró, a su manera- el día en que arrivó la primera alma compañera. Y para Dios también debió de resultar rematadamente extraño, para qué nos vamos a engañar.
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