Alguien debería explicarle a José Bono que, en un banquete, cuando los comensales le ríen las gracias al que paga el convite, no es porque sea gracioso, sino precisamente porque paga el convite. Me da a mí que Bono se tiene por un tipo locuaz, simpático y dicharachero que le cae bien a todo el mundo y que sabe lo que realmente queremos y necesitamos. Y no es de extrañar, si siempre tiene una cohorte de aduladores que palmean sus felices ocurrencias, como ésa que dice que "el crucifijo no hace daño a nadie". "Dependiendo siempre del material, de las dimensiones y de la velocidad a la que venga", añado yo.
Uno puede llamarse a engaño y creer que está siempre en posesión de la verdad, tanto más cuando uno es creyente confeso, en cuyo caso poco espacio se reserva a la duda o al simple cuestionamiento de lo que uno piensa. A Bono, el crucifijo no le hace daño (eso cree él) y por eso piensa que a los demás tampoco. Hace más daño un terremoto, claro, o retirar la ayuda mensual de 426 euros, también está claro. Pero el problema no es si el crucifijo o las hostias hacen daño a alguien o no, sino entender de una puñetera vez que nadie puede imponer sus creencias particulares a los demás, ya sea ablacionando un clítoris o colgando a un torturado sanguinolento sobre las pizarras de los colegios públicos.
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