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- ¡Qué ganas tengo de echarme un sueñecito!
- Pues vas listo. Aquí no se puede.
- Pero me apetece tanto...
- No debería apetecerte nada que no sea comtemplar la Gloria del Señor -o sea, la mía-, pero ya que insistes... ¡sea!
Pasaron tropecientos mil millones de eones antes de que aquel alma cándida despertara de su letargo obtenido por inducción divina, un capricho que muy pocos experimentaban en aquel lugar.
- ¿Y bien? ¿A qué esperas? ¿Cuándo me dejarás disfrutar de esa siesta?
- Acabas de despertarte. Has dormido una burrada de tiempo.
- ¡Pero si ni siquiera he cerrado los ojos!
- Eso va a ser porque no tienes.
- Pero tampoco he soñado nada.
- Porque aquí no hay nada que soñar, ya me tienes a mi.
- Sigo teniendo las mismas ganas de dormir que tenía antes.
- Tú sólo pide por esa boquita.
Pasaron otros tropecientos mil millones de eones y la conversación prosiguió en los mismos términos.
- ¡Esto no es dormir ni es ná!
- Pues es lo que hay...
- ¡Pues sigo durmiendo!
- Pues por mí que no se diga...
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