Entre toda aquella marea de almas se podía reconocer muy fácilmente a las españolas. También a las italianas y a las polacas. El catolicismo mamado durante la vida les había afectado y se creían ahora mejores que las demás, más castas, más puras, más creyentes, más autorizadas que nadie a estar allí...
En el Cielo ocurre el mismo fenómeno de la Torre de Babel, pero a la inversa: las almas, según van llegando, abandonan su lengua vernácula, adoptan el latín como por arte de magia y así todos acaban entendiéndose. Al menos, esa era la intención del Supremo Hacedor, pero hete aquí que los más católicos se sienten superiores a los otros y ejercen esa superioridad con todo el descaro, erigiéndose en jueces de los demás, un poco por vanidad y un mucho por inercia de cómo solían hacer las cosas allá en la Tierra. Esto es algo que el tiempo corregirá (cuando pasen unos cinco mil años o así), pero sucede inevitablemente con cada católico que entra en el Cielo y comprueba que era él, y no los adscritos a otro credo, el que tenía razón sobre la naturaleza del Reino del Señor. Y si en vida habían sido curas, entonces la cosa se volvía casi insoportable. Igual que los hooligans de un equipo que ha ganado todos los encuentros, la Liga y la Copa del Mundo, los aires de superioridad llegaban a límites casi obscenos. Casi tanto como la exhibición constante de su avanzado manejo del latín. ¿Igualdad de las almas por toda la eternidad? ¡Quiá!
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