sábado, 19 de junio de 2010

Escenas Celestiales LXI


Ingrávido y feliz, José revoloteaba por toda la estancia. Abajo estaban Pilar y su propio cadáver, recién fallecido. Se suponía que él no debía tener consciencia de nada de eso. Él no debería estar viendo esas cosas. No debería estar viendo nada. Simplemente, no debería estar. Y sin embargo, estaba.

Se situó con cuidado en el exacto lugar que ocupaba el cuerpo de ella, haciendo coincidir manos con manos, pies con pies, cabeza con cabeza, corazón con corazón. Pilar acaso le sintió cerca y sonrió entre las lágrimas. José abandonó su cuerpo por unos instantes para seguir revoloteando, esta vez por toda la casa. Regresó a donde estaba Pilar, para repetir eso tan grato de la comunión de las almas. Era una sensación maravillosa. Podía consolarla, aunque sólo fuera un poco. Trató de darle un abrazo para despedirse, pero ella sintió entonces un ligero escalofrío y la terrible punzada de la soledad. José debía irse.

Probó a atravesar una pared. No hubo problema alguno. Seguidamente, atravesó el techo y alzó el vuelo a toda velocidad, hasta que pudo abarcar toda la isla con su mirada. En nada, pudo contemplar el archipiélago al completo y, poco después, el hemisferio terrestre en el que había nacido y vivido casi toda su vida.

Se lanzó de lleno hacia Júpiter, se sumergió en su mancha roja, apuntó hacia el más lejano de los quásares y no tardo ni un nanosegundo en estar allí. La primera constatación era que existía el alma. La segunda, que el universo que conocemos nos cabe en un suspiro. Y la tercera, en la que no vamos a ahondar aquí, porque es preceptivo que permanezca fuera de nuestro catálogo de certidumbres, era que Dios y el Cielo existen. "Así pues, Tú y yo vamos a vernos las caras." - pensó José.

Y Dios se frotaba las manos. Por fin iba a tener alguien nuevo y a su altura con el que discutir.

2 comentarios:

  1. El otro día asistí al concierto íntimo que ofreció Santiago Auserón en el C.I.C.C.A, y hubo para mí un momento a destacar en aquel recital; y ese fué el instante en el cual alguien le sopló desde el patio de butacas que Saramago había muerto. El tuvo que preguntarlo varias veces, dado que decía no ver la Tv últimamente ni leer la prensa, para reaccionar; entonces comenzó a pronunciar unas improvisadas palabras en homenaje al escritor, hablando de la cercanía que teníamos con Portugal y de su poesía, se quitó el sombrero, lo puso en el suelo, pidió un minuto de silencio y se situó tras el escenario en despedida a D. José. Fué un momento muy emocionante que todos necesitábamos dado que, aunque sabíamos de su estado nunca piensas que va a faltarte alguien como él.Gran pérdida.Tristeza

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