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Una vez se me ocurrió pedir Tartar de Salmón en la Plaza de los Vosgos en París. Me trajeron un vaso de diseño absurdo y pretencioso, lleno de salmón picado nadando en aceite y totalmente insípido. El importe del plato fue desorbitado. Tanto, que todavía no he salido de mi asombro. Un intento -acaso inútil- de exorcizar ese infausto recuerdo es este blog irreverente hacia todo lo que se obstina en exigir reverencia sin merecerla.
No se piense que este blog es algo así como un rincón gastronómico. Donde aparece un Tartar de Salmón podrían aparecer igualmente un embajador israelí, un papa de Roma o un ex-presidente melenudo y multimillonario, pero el salmón resulta mucho más elegante y no destaca por su ánimo de bombardear, excomulgar o plantar querellas al que no le hace debidamente la pelota.
Mi intención es ocuparme con mucho cariño del embajador israelí, del papa de Roma o del ex-presidente melenudo y multimillonario, claro. Y de otros tantos que no les van a la zaga, clones incluidos. Pero, para poner en marcha el motor, con este post ya vale.
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