La recomendabilísima película 'El Desafío' nos muestra el enfrentamiento entre Richard Nixon, el único presidente defenestrado/dimitido de la historia de los EEUU, y David Frost, una aparentemente frívola estrella del 'star system' televisivo inglés y australiano de los 70 que decide hacer las américas invitando al ex-presidente -por un módico precio- a romper su silencio de tres años en cuatro entrevistas ante las cámaras. La película es verdaderamente magnífica, la recreación de los hechos es muy rigurosa y las interpretaciones de los personajes son de Óscar, de Globo de Oro y hasta de Lady Harimaguada. En definitiva, todo lo que se diga es poco. Hay que verla.
Nixon (magistralmente mimetizado por Frank Langella) hipnotiza desde su primera aparición en el helicóptero que ha de llevárselo para siempre de la Casa Blanca, la mirada extraviada a través del ventanuco, a medio camino entre el desconsuelo y el K.O. técnico, como aquél que no acaba de enterarse de todo lo sucedido. O sí: la máquina que le transporta se eleva hacia la puesta de sol y le aleja sin remisión del mayor centro de poder del mundo mundial. A partir de ahí, el director Ron Howard describe con exquisita sutileza los mecanismos íntimos del poder, lo que impulsa a una persona a querer ser el centro del mundo, la distorsión que un poder omnímodo necesariamente provoca en el individuo y, especialmente, la devastación personal generada por la pérdida de ese poder.
Resulta del todo fascinante contemplar a un Nixon alejado del mundanal ruido, recluido en su encantadora mansión californiana 'La Casa Pacífica' (tal cual, en español), rodeado de su fiel guardia de corps (inconmensurable Kevin Bacon, entre otros) y abandonado a una absoluta y lánguida decadencia.
Desde esas amargas y a la vez privilegiadas bambalinas, Nixon cree ver en la oferta de David Frost el perfecto pasaporte para su 'rentrée' en la vida pública, el anhelado regreso al centro del poder, la recuperación del cetro. Se pone a la tarea exhibiendo su mejor perfil de experto estadista. Oyéndole relatar pormenorizadamente sus encuentros con Mao o Brezhnev nos sentimos transportados al espacio en el que se toman las grandes decisiones. Parece que fuera cosa natural y sencilla tener a un presidente soviético en el salón de tu casa (para Nixon efectivamente lo era). Entrevista tras entrevista, el ex-presidente va dando los pasos necesarios para su gran retorno. Sin embargo, en un momento dado, algo se rompe. En un punto de inflexión cargado de whisky, el estadista se deshace y aparece la persona. Entran en juego la duda, la conciencia revuelta, la constatación de estar llevando a cabo la jugada sobre el engaño, la firme intuición de que cualquier victoria suya irá acompañada -ya para siempre- de la sombra de la sospecha, el cansancio físico debido a los años y, finalmente, el peso de la verdad. Nixon no salió jamás de la casa pacífica.
Ya ven: Otros se dedican a dar clases magistrales o a hacer bolos por el mundo, sin rechazar ninguna de las conferencias que se les ponen a tiro. Debe de ser cosa de los abdominales.
Resulta del todo fascinante contemplar a un Nixon alejado del mundanal ruido, recluido en su encantadora mansión californiana 'La Casa Pacífica' (tal cual, en español), rodeado de su fiel guardia de corps (inconmensurable Kevin Bacon, entre otros) y abandonado a una absoluta y lánguida decadencia.
Desde esas amargas y a la vez privilegiadas bambalinas, Nixon cree ver en la oferta de David Frost el perfecto pasaporte para su 'rentrée' en la vida pública, el anhelado regreso al centro del poder, la recuperación del cetro. Se pone a la tarea exhibiendo su mejor perfil de experto estadista. Oyéndole relatar pormenorizadamente sus encuentros con Mao o Brezhnev nos sentimos transportados al espacio en el que se toman las grandes decisiones. Parece que fuera cosa natural y sencilla tener a un presidente soviético en el salón de tu casa (para Nixon efectivamente lo era). Entrevista tras entrevista, el ex-presidente va dando los pasos necesarios para su gran retorno. Sin embargo, en un momento dado, algo se rompe. En un punto de inflexión cargado de whisky, el estadista se deshace y aparece la persona. Entran en juego la duda, la conciencia revuelta, la constatación de estar llevando a cabo la jugada sobre el engaño, la firme intuición de que cualquier victoria suya irá acompañada -ya para siempre- de la sombra de la sospecha, el cansancio físico debido a los años y, finalmente, el peso de la verdad. Nixon no salió jamás de la casa pacífica.
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