lunes, 9 de mayo de 2011

Crónicas de Berlín XIV


El sábado pasado me pidieron ayuda para cavar uno de los huecos donde se asentará la estructura de la futura aula verde en el colegio de mi hija... y acepté encantado.

Siete padres para siete hoyos, con las herramientas adecuadas, el aire limpio de la mañana con olor a césped recién regado y un espléndido cielo azul con muchísimo sol. Manos a la obra: el agujero, con su centro debidamente marcado en el suelo, debía acabar teniendo unos 60 cms de diámetro y 80 cms de profundidad.

Los primeros treinta centímetros fueron los más fáciles de extraer, con su mezcla de tierra y arena relativamente esponjosa y porque yo llegaba fresco y bien desayunado. Pero a los veinte minutos acababa ese estrato y aparecía otro, de tierra mucho más oscura, húmeda y compacta, que exigía el empleo de una perforadora para descompactarla. A partir de ahí aparecieron también las raíces de los arbustos circundantes. La operación se volvía algo más compleja. Yo procuraba desnudar las raíces de la tierra, con cuidado para no dañarlas, cuando un espíritu wagneriano acudió en mi ayuda en forma de padre voluntarioso -y armado con azada y germánica determinación- que cortó todas las raíces en un pispás, dejándome casi en ridículo, con mis escrúpulos al aire.

Seguí cavando y ahí empezó lo mejor: un viaje hacia atrás en la Historia -así, con mayúsculas-, porque ante mis ojos aparecían restos de la Segunda Guerra Mundial: vasos, teteras, platos, botellas, el guardabarros del triciclo de un niño... todos ellos habían tenido su uso hacía 70 años. Todos ellos surgían de la oscuridad y aparecían en el siglo XXI porque yo escarbaba. Me encontraba absorto y completamente maravillado.

De mi excitación me rescató nuevamente el espíritu wagneriano, es decir, la displicencia con que el resto de padres reaccionaba ante tal descubrimiento. Uno de ellos me dijo: "Ten cuidado, no sea que te encuentres con alguna bomba sin explotar."

Enseguida me di cuenta de la temeridad de haber hincado el pico, la azada y la perforadora con tanta alegría. Habiendo empezado casi el último, había sido el primero en alcanzar los sesenta centímetros de profundidad. Los demás habían ido con todo el cuidado a la hora de cavar, por si las moscas... mientras yo andaba preocupado por las raíces.

Curioso país éste. Te pones a plantar un árbol en el jardín de tu casa y el suelo te recuerda que hubo aquí una vez una guerra de las gordas. Por si en algún momento lo hubieras dejado de tener presente.

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