sábado, 11 de diciembre de 2010

Escenas Celestiales LXXXVI


Esta escena tendrá lugar en un futuro más o menos lejano, en ese esperado día -ni uno antes ni uno después- en que al fin tendrá lugar el Juicio Final. Hay que imaginarse la algarabía y el nerviosismo que reinan en el lugar, esos ejércitos de almas excitadas al ver que está a punto de suceder algo verdaderamente excepcional, tras toda una eternidad devenida a la larga en rutina y hastío. Será una explosión ectoplasmática de una intensidad jamás vista y que incluso pondrá a prueba la capacidad vibratoria de las almas en una situación totalmente fuera de lo común.

Unas se frotan las manos -es un decir- ante la perspectiva de ver cómo los ateos son enviados al mismísimo infierno (¡Dios mío, qué gran espectáculo!). Otras se ven ya al borde mismo de la reencarnación y aguardan con ojos cerrados y la quijada tensa -es otro decir- a que les vuelvan a crecer las manos y los pies. Las almas de más allá, que siempre fueron algo díscolas y respondonas, tiemblan horrorizadas, porque alientan la sospecha de que las sentencias no van a serles favorables.

Situémonos en el mismo instante en el que el Juicio Final va a dar comienzo. En el centro de aquel lugar, entre millones de almas expectantes, sin cuenta atrás definida, de repente, sin previo aviso, aparece Dios con su coro de ángeles y trompetas... y con todos los santos que alguna vez fueron. La puesta en escena sucumbe a los excesos más extremos, no se escatiman recursos, se trata del Juicio Final, nada menos, el acto que ha de justificar toda la existencia, las Escrituras y todo lo llevado a cabo en vida por la estirpe religiosa en la Tierra. Todo.

El fogonazo de luz es cegador (menos mal que las almas no tienen retinas) y el gran show, por fin, tiene lugar. Una a una, las almas van siendo derivadas adonde les corresponde, transustanciaciones mediante o no, y las más afortunadas van regresando en carne y hueso a la Tierra. Esta vez, para vivir por siempre como seres humanos reencarnados.

Así, de esa forma tan simple como anunciada, se cumple la Palabra Divina. El Hombre vuelve a la Carne y ya nunca más temerá a la Muerte. De paso, el Cielo, que se acaba de volver obsoleto, ha dejado de existir para toda la eternidad.

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