sábado, 10 de julio de 2010

Escenas Celestiales LXIV


- Lo bueno de esto es que te quedas para siempre en la esencia de lo que eres. Eso que llaman el alma.
- Pero el alma de un niño no es igual a la de un viejo... ¿o sí?
- Ningún alma es igual a otra. Cada una es lo que cada uno era al morir.
- Parece lógico, al fin y al cabo. De lo contrario, habría que pensar que el aprendizaje a lo largo de la vida no sirve para nada, porque el alma es una sola y no se enriquece escuchando a Beethoven o a Bach. De la misma forma, tampoco se empobrecería si permaneciera impasible ante el dolor y la miseria ajenas. Todo eso de aprender a perdonar para ganar el cielo está muy bien, ¿verdad?
- Claro. Las almas malas no tienen cabida aquí.
- Sólo las que han sabido ser buenas.
- Sólo ésas, sí.
- ¿Y por qué llora ese señor tan anciano todo el rato y sin consuelo aparente?
- Está así desde que se reencontró con su amor de toda la vida.
- Pero eso debería hacerle feliz y no desgraciado. Se ve que se muere de dolor.
- Es que su amor de toda la vida es aquella niña de rizos que ves allí y que juega con el aro sin parar.
- ¿Un anciano enamorado de una niña?
- De Annabel Lee, sí. Y completamente desesperado, porque ella será por siempre niña y él, también por siempre, anciano. Aunque la eternidad les unirá para siempre, les separa toda una vida.
- Pero las almas se supone que aquí son felices.
- Ya ves. Con el amor de por medio, a veces el asunto de la felicidad eterna no funciona lo bien que debiera.

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