miércoles, 18 de agosto de 2010

Y vino del cielo...


- Señorita azafata, ¿sería usted tan grata de traerme otra botella de vino?
- Faltaría más, caballero.
- Y dígame, ¿cuánto falta para llegar a Melilla?
- No más de quince minutos.
La botella de vino, en cambio, no tardó ni quince segundos en aparecer. Todo un ritual de a bordo que él paladeaba, desde tiempo inmemorial, como uno de los grandes placeres de la existencia. Normalmente, el destino de sus viajes eran las conferencias a razón de 25.000 euros la hora, pero esta vez no. Esta vez, su aparición en público iba a ser gratis y nada menos que por la patria. El avión iniciaba su descenso, pero los efluvios del vino se aferraban a la altura.
- Ya no quedan hombres de una pieza, como yo. Todos son unos alfeñiques que vienen y van, mendigando un puesto aquí o allá. Ninguno tiene las agallas de poner los pies encima de la mesa cuando la ocasión lo requiere. En situaciones como ésta, es bueno que yo exista. Es más, es necesario que yo exista. Voy a arreglar la afrenta histórica de los moros y la conquista de mi país de hace 800 años... ¡de una vez por todas! ¡Menudo soy yo!
- Señor, ¿se encuentra bien? Está hablando en voz alta y se le ve algo alterado.
Aquella azafata -que siempre había votado a derechas- entendió al cabo que el problema no era el pasajero en cuestión, sino los que habían decidido ponerle un micrófono delante para que largara.

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