¿Cuánto tiempo puede transcurrir entre el instante de la muerte de un individuo y la llegada de su alma al cielo? Pongamos que me muero hoy, sábado 26 de diciembre de 2009, a las 12 del mediodía. Mi entrada al cielo, ¿tendrá lugar hoy mismo por la tarde, mañana, o dentro de unos días? Hagamos un somero cálculo, a grosso modo:
Primero pasaré algunos horripilantes minutos viendo mi cadáver desde lo alto y a mis seres queridos deshechos en lágrimas, con el alma desgarrada. Mis palabras de consuelo no les llegarán. Mis lágrimas no les rozarán. Mis caricias no serán capaces de provocar reacción alguna. Abrazaré el éter con desesperación, atravesando cuerpos sin que ellos lo noten. Calculo una media hora -que se me hará eterna- en este estado. En algún momento me veré arrastrado fuera de esa escena y dejaré de ver a los que tanto quiero, quién sabe hasta cuándo. Luego vendrá lo del túnel con la luz blanca en su final y el veloz repaso de mi vida entera. Esto puede llevarme una o dos horas. Pensándolo mejor, por rápido que sea el repaso, si en él se incluyen también todas las películas que he visto, diría que incluso tres horas y, si me apuran, hasta cuatro (sí, de niño vi en el cine Los Diez Mandamientos y Lawrence de Arabia, aguantando como un jabato la sed y las ganas de ir al baño). Ya vamos por cinco horas.
Muchos aseguran que después somos conducidos a una especie de cámara de desinfección donde limpian nuestro ser de todo pecado, para alcanzar la gloria en el más perfecto estado imaginable. Así que, si todo va bien, a eso de las cinco de la tarde, alcanzaré el purgatorio, del que espero salir hecho un figurín a eso de las ocho como mucho (siempre fui un tipo bastante legal, las putadas más bien me las hacían a mí). Mi alma ligera, ya en completo estado de gracia, estará lista para ascender alegremente hasta las mismas puertas del cielo, a donde espero llegar no más tarde de las nueve de la noche. Supongo que el efecto Jet Lag será de campeonato, pero la excitación del viaje hará que apenas lo perciba.
Así que han bastado nueve horas para encontrarme a eones luz de mis seres queridos, tanto en términos de espacio interdimensional como emocionalmente. Ellos, sin embargo, apenas están empezando a llorar mi ausencia en el mismo sitio donde los dejé. No me digan que Dios no es cojonudo...
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