Los obispos españoles se extrañan de que "haya personas que no son bautizadas". Yo no me extraño de que se extrañen. Siempre han venido siendo, por lo general, muy 'extrañables'. Por ejemplo, también les extraña que la gente pretenda decidir por cuenta propia cómo quiere vivir... o incluso morir; no alcanzan a entender cómo alguien puede poner en tela de juicio el obligado boato y la riqueza -a mayor gloria del señor- de sus sedes y demás posesiones; les enloquece la simple idea de que el hombre aprenda a caminar solo, sin dioses; se extrañan de que no se les quiera más, de que no se quiera contar con ellos a todas horas, de que no sean llamados a nuestras cenas. Se extrañan tan profundamente de tantas cosas... Hace bien poco superaron por fin un extrañamiento de siglos provocado por Galileo con su majadería de la Tierra móvil. Les cuesta liberarse de su extrañeza, vive dios. Es lo que les puede pasar a quienes acríticamente doblegan su razón ante las fábulas históricas. Y sentiría lástima por su desamparo, si no fuera porque ellos solitos han rehusado valerse de la razón. Y sentiría todavía más lástima al verlos tan indefensos intelectualmente ante la naturaleza tan procelosa de la existencia, si no fuera porque tengo la impresión de que, en realidad -y sobre todo en el caso de los obispos y demás altos cargos de la iglesia católica-, toda esa extrañeza no deja de ser un paripé. Saben muy bien lo que persiguen y cómo conseguirlo, envolviéndolo, por su puesto -y digo bien: por su puesto- con el celofán de la fe.
En la foto, de izquierda a derecha: El número dos del Vaticano, Tarcisio Bertone, la extrañeza y el presidente de los obispos españoles, Antonio María Rouco Varela